Llegar a instancias formativas que aprovechan los soportes digitales y eximen de la necesidad del “aquí y ahora” en la relación entre docentes/formadores y estudiantes/aprendices no se llevó a cabo de forma caprichosa o precipitada. Estos procesos formativos de carácter no presencial tienen unas raíces y un desarrollo que se ha ido fraguando a lo largo del tiempo (García Aretio, 2019).
Si nos remontamos muy atrás, podemos recordar que la creación de los distintos alfabetos supuso una auténtica revolución que permitió independizar, en tiempo y espacio, los actos de hablar y escuchar. Lo escrito podía leerse en otro espacio y en momentos y épocas diferentes. Con la aparición de la escritura se propiciaba el que otros entendiesen un mensaje que una persona distante en el espacio o en el tiempo había escrito. El conocimiento, entonces, podía acumularse y sistematizarse. Ahí nacía la posibilidad de enseñar y aprender sin la necesaria presencia física de educador y educando (García Aretio, 2014).
Hablamos de una enseñanza alejada del corsé de la presencialidad cuando esta ha pretendido, de una u otra forma, transmitir una información, unos valores, una cultura, etc., a otros por medios no directos, es decir, no cara a cara: una carta, una obra literaria, una obra de arte... Estos instrumentos se han utilizado históricamente para formar a otros transmitiendo a través de ellos ideas, valores, normas, etc. Por ejemplo, Platón cita a Homero como el educador de la Hélade por excelencia. Las historias recogidas en sus poemas no eran narraciones cualesquiera, sino que a través de ellas se ensalzaban intencionalmente los valores propios de los griegos. Lo mismo ocurría con las cartas de San Pablo a los primeros cristianos, las obras de los autores romanos y el arte románico o gótico, todos ellos transmisores intencionados de modelos antropológicos concretos, valores, creencias, actitudes, conductas y saberes varios.
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