En las últimas décadas del siglo pasado se debatió mucho respecto a los modelos basados en el diseño por objetivos. Por una parte parecía una apuesta que facilitaba la tarea de los docentes y garantizaba la constatación de logros educativos, por otra, se señalaba al modelo como poco apropiado para unos aprendizajes de calidad basados en la persona. No entraremos ahora en estas disquisiciones. El objeto de estas entradas es otro.
Con el Proceso de Bolonia (Espacio Europeo de Educación Superior -EEES-) irrumpió el concepto de competencias, que ya en otros ámbitos, sobre todo empresariales-profesionales, y geográficos se venía utilizando. Algunos abanderados de esta concepción, incomprensiblemente, atacaban las propuestas de diseño basado en objetivos.
Los objetivos siempre los concebí como aquellas metas o resultados de aprendizaje que se pretende alcancen los estudiantes una vez finalizada la acción formativa diseñada (García Aretio, 1994). Es decir, se trataba de focalizar la acción educadora en el sentido apropiado para que se lograsen unos determinados aprendizajes valiosos deseados y alcanzables, en los ámbitos cognoscitivos, afectivos y psicomotores. Los objetivos marcaban los contenidos, metodologías, actividades y evaluación.