Por fin se va terminando el año 2020. No será un año positivo en la historia de la humanidad y mejor que acabe cuanto antes. Han sido, están siendo, demasiados los seres humanos que de una u otra forma se han visto afectados negativamente por el drama del COVID-19, por efecto directo o por efecto colateral de afectación a familiares o entorno cercano. La tragedia, la fatalidad, penetró de forma despiadada en las residencias de personas mayores y en los hospitales. El horror de los fallecidos lejos de sus seres queridos, sepelios sin familiares, separación de padres e hijos, soledad de mayores, hambre de los pobres... Las familias, los centros de trabajo, los negocios de todo tipo, la sociedad en general, estamos sufriendo una crisis de proporciones colosales y de dimensiones aún no imaginadas.
Y como sucede en todas las situaciones fuertemente problemáticas, aflora lo mejor de nuestra condición humana, la solidaridad, la ayuda, la responsabilidad, el compromiso, a veces llevados al límite de la heroicidad hacia los más necesitados. Miremos a los entornos hospitalarios, dando la vida en muchos casos por salvar a otros, a las farmacias, a los agricultores, a las tiendas de alimentos, a los transportistas, a los cuerpos de seguridad, al ejército..., y sí, a los docentes, a los profesores y profesoras de todo el mundo, también fueron trabajadores que mantuvieron el otro servicio social esencial, además del sanitario, el de la educación.