
Ya hace 20 años, García Aretio y Marín Ibáñez (1998), apuntaban que las enseñanzas presencial y a distancia se ordenan sobre una línea continua, en uno de cuyos extremos estaría el momento en que el profesor, cara a cara con el alumno, dirige su aprendizaje. En el otro extremo se haya el estudio del alumno aislado, que recurre a un sistema multimedia y consulta las fuentes de un modo autónomo para adquirir los conocimientos, destrezas y actitudes, que estima válidos para elevar su calidad de vida. Pero, ni el sistema educativo presencial ni las enseñanzas a distancia, señalaban estos autores, cumplen íntegramente las exigencias que se agudizan en uno y otro extremo. Hay alumnos que necesitan la presencia de los profesores y los compañeros, pero hay quienes aprenden mejor en el silencio y la soledad. La diferencia, pues, entre la enseñanza presencial y a distancia es una cuestión de grado, no el salto radical entre el sí y el no, la permanente presencia o la ausencia total, el contacto vivo o la desoladora lejanía.
Que la referida convergencia actual pueda llevar a lo que desde hace años se viene denominando como blended-learning, no quiere decir que este b-learning esté naciendo ahora, en estos años de este siglo XXI en los que se tiende a converger. Con la denominación de blended-learning, parecería que nos encontráramos ante un sistema revolucionario, absolutamente nuevo, que fuera a solucionar todos los problemas educativos y de formación de la sociedad actual. La verdad es que leyendo alguna literatura al respecto así podría considerarse, dado que son numerosas las investigaciones que resaltan su eficacia frente a los modelos “limpios” de e-learning o totalmente presenciales (consultar las referencias a estos estudios en el artículo de García Aretio, 2018) En algunos de esos trabajos se viene a presentar como la auténtica “solución”...
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